“Ella vendía a su marido hecho pedazos por portarse mal y no darle para el gasto”.
...Una casa semiderruida situada en una calle con poco tránsito y repleta de niños que jugaban con su mochila bajo el brazo para ir a la escuela, arribaron los agentes Gonzalo Balderas Castelar, Juan Ayala Ángeles y José Cabrera, dirigidos por el mayor Jesús Gracia Jiménez. En el interior se hallaba una mujer de pie junto a una mesa de madera, planchando ropa. Al toquido de los agentes, ésta salió.
—¿Qué se les ofrece? —preguntó secamente, sin mirarlos.
—¿Es usted Trinidad, la esposa del peluquero Pablo Díaz Ramírez?
—Sí, señor.
—¿Dónde se encuentra él?
Trinidad palideció. Tenía 45 años, morena y usaba gruesas trenzas largas; era una india otomí. Con su voz cortante, seca, nerviosa, les dijo:
—No sé, se fue a trabajar desde el sábado y no ha regresado.
—¿Tiene idea de dónde lo podemos localizar?
—No señor, con frecuencia deja de venir a la casa. Tal vez no dilate.
Los investigadores se miraron entre sí. No sabían si debían comunicarle a Trinidad la infausta noticia ni cómo podría reaccionar. Pero por la rigidez y frialdad de “La Tamalera”, supusieron que estaba en condiciones de soportar la información.
—Señora, su esposo está muerto.
Trinidad no se movió, no masculló palabra ni se inmutó. Cerró los ojos, sus párpados y sus labios temblaron. El rictus de su boca fue más notorio. Los policías esperaban que la mujer estallara en llanto, se conmoviera o se pusiera histérica al saber lo ocurrido. Todo lo contrario, permaneció impasible, indiferente y sus ojos brillaron de pronto. Como declaró después un agente: “Malignamente, reflejando un rencor de siglos”. Intuyendo que Trinidad tenía conocimiento del suceso, el agente Gonzalo Balderas le dijo:
—Acompáñenos a la Jefatura de Policía.
Trinidad guardó silencio; no preguntó a los investigadores por qué debía ir a ese lugar. Sumamente nerviosa pidió permiso para ponerse un suéter, ya que el viento comenzaba a soplar. Se despidió de su hija que, recostada en la cama, leía un cuento y se disponía a apagar el radio, que anunciaba el fin de la novela Los Huérfanos por la estación XEW. La niña se asustó al conocer la muerte de su padrastro, y se preocupó sobremanera al ver que su progenitora era conducida a la jefatura.
En la oficina del comandante Godínez, “La Tamalera” fue interrogada.
—Cuéntenos si su esposo tenía enemigos.
—Sí señor. En las últimas semanas lo noté bastante nervioso. Me dijo que en tres ocasiones lo habían detenido por vender marihuana, y cuando se quiso retirar del negocio lo amenazaron.
—¿Sabe los nombres de esos hombres?
—No señor, me dijo que lo citaban en la Arena Coliseo durante las luchas. Pablo era muy aficionado.
—¿Tenía usted pleitos frecuentes con él, señora?
Trinidad enmudeció por unos momentos. Pensó lo que iba a decir y con voz entrecortada repuso:
—Sí, señor. Sabe, Pablo fue mi segundo esposo. Me separé del primero porque me engañaba en mi propia casa. Conocí a Pablo en la peluquería donde trabajaba, en la calle Emiliano Zapata, cerquita de donde vendía yo los tamales. En una ocasión que llevé a mis hijos a pelar, Guillermo, Reina y Mario, de 6, 10 y 11 años, me dijo que le buscara a alguien para que le lavara su ropa y las filipinas del negocio.
Relató Trinidad que durante un tiempo le lavó la ropa, que iba a dejarle cada semana el peluquero hasta Pirineos 15, y de estas frecuentes visitas nació entre ellos una estrecha amistad, hasta que se fueron a vivir juntos.
—¿La aceptó con sus tres hijos?
—Sí, señor.
—Cuéntenos si su esposo tenía enemigos.
—Sí señor. En las últimas semanas lo noté bastante nervioso. Me dijo que en tres ocasiones lo habían detenido por vender marihuana, y cuando se quiso retirar del negocio lo amenazaron.
—¿Sabe los nombres de esos hombres?
—No señor, me dijo que lo citaban en la Arena Coliseo durante las luchas. Pablo era muy aficionado.
—¿Tenía usted pleitos frecuentes con él, señora?
Trinidad enmudeció por unos momentos. Pensó lo que iba a decir y con voz entrecortada repuso:
—Sí, señor. Sabe, Pablo fue mi segundo esposo. Me separé del primero porque me engañaba en mi propia casa. Conocí a Pablo en la peluquería donde trabajaba, en la calle Emiliano Zapata, cerquita de donde vendía yo los tamales. En una ocasión que llevé a mis hijos a pelar, Guillermo, Reina y Mario, de 6, 10 y 11 años, me dijo que le buscara a alguien para que le lavara su ropa y las filipinas del negocio.
Relató Trinidad que durante un tiempo le lavó la ropa, que iba a dejarle cada semana el peluquero hasta Pirineos 15, y de estas frecuentes visitas nació entre ellos una estrecha amistad, hasta que se fueron a vivir juntos.
—¿La aceptó con sus tres hijos?
—Sí, señor.
Hasta ese momento, los agentes pretendían saber algo más sobre el peluquero. Sospechaban que había sido asesinado por cuestiones sentimentales y su intención era aclarar esta situación.
—Le pregunté si sostenía frecuentes riñas con él, señora.
Trinidad se puso más nerviosa. Era originaria de Tequisquiac, Estado de México, un paupérrimo caserío por donde circulaba un canal de aguas negras. Contestó que a menudo, peleaba con el peluquero. Indicó a los investigadores que Pablo no quería a los niños y por cualquier cosa les pegaba con lo que tuviera a la mano. Dijo “La Tamalera” que en la última discusión que tuvieron, el sábado 17 de julio, el peluquero le manifestó que se separaría y se iría con otra mujer.
—Eso me dio mucho coraje. Después de que casi no trabajaba y se pasaba el día en casa acostado, me quitaba los 120 pesos que ganaba diariamente con la venta de los tamales y sólo me dejaba 15 pesos para el gasto. Por las noches se iba al cine, al box o a las luchas, y además les pegaba a mis hijos, me dio mucho coraje.
—¿Por eso lo asesinó?
La mujer no dudó más. Miró al policía y respondió:
—Sí, señor, por eso lo maté. Lo merecía.
—Cuéntenos cómo sucedió todo —terció el mayor Gracia.
Un poco más tranquila, Trinidad narró que el sábado los niños estuvieron brincando sobre la cama y ensuciaron la ropa limpia, lo que molesto a Pablo, quien tomando un palo los golpeó salvajemente, dejándoles huellas en todo el cuerpo. Además los mandó a dormir sin cenar.
—Eso me dio mucho coraje. Le reclamé el por qué no me dio a mí la queja y me dijo: “Ya estoy fastidiado de estos escuincles latosos. Lárgate con ellos. Me conseguiré otra mujer y nos separaremos”.
Trasladada le aseguró a la policía que su marido tenía otra mujer, con la que se gastaba el dinero que, con sacrificios, ganaba ella en la venta de tamales, de los que vendía poco más de 200 diariamente. Relató que entre sus clientes había un hombre llamado Agustín, que se comportaba muy cortésmente. Dijo “La Tamalera” que en tres ocasiones, el hombre le ofreció matrimonio, pero que ella lo rechazó.
—Cuando los inspectores o los policías se acercaban para pedirme su "mordida", él me defendía y les pagaba uno o dos pesos. Se portaba bondadoso conmigo. Tal vez con él me hubiera ido mejor.
A su llegada al reclusorio, Trinidad fue mirada con recelo por sus compañeras. Aun a las más desalmadas les parecía anormal el hecho de asesinar a un individuo, quitarle las piernas aún vivo, cortarle la cabeza, arrojar el cuerpo a un terreno baldío después de mantenerlo escondido más de 24 horas, usar su carne para rellenar sus tamales y venderlos en la vía pública como si nada hubiera pasado. Las autoridades de la prisión supusieron que Trinidad debía estar trastornada de sus facultades mentales. Su penetrante introversión y su dureza al hablar denotaban ciertas perturbaciones, por lo que fue recluida con las internas consideradas como dementes.
—Le pregunté si sostenía frecuentes riñas con él, señora.
Trinidad se puso más nerviosa. Era originaria de Tequisquiac, Estado de México, un paupérrimo caserío por donde circulaba un canal de aguas negras. Contestó que a menudo, peleaba con el peluquero. Indicó a los investigadores que Pablo no quería a los niños y por cualquier cosa les pegaba con lo que tuviera a la mano. Dijo “La Tamalera” que en la última discusión que tuvieron, el sábado 17 de julio, el peluquero le manifestó que se separaría y se iría con otra mujer.
—Eso me dio mucho coraje. Después de que casi no trabajaba y se pasaba el día en casa acostado, me quitaba los 120 pesos que ganaba diariamente con la venta de los tamales y sólo me dejaba 15 pesos para el gasto. Por las noches se iba al cine, al box o a las luchas, y además les pegaba a mis hijos, me dio mucho coraje.
—¿Por eso lo asesinó?
La mujer no dudó más. Miró al policía y respondió:
—Sí, señor, por eso lo maté. Lo merecía.
—Cuéntenos cómo sucedió todo —terció el mayor Gracia.
Un poco más tranquila, Trinidad narró que el sábado los niños estuvieron brincando sobre la cama y ensuciaron la ropa limpia, lo que molesto a Pablo, quien tomando un palo los golpeó salvajemente, dejándoles huellas en todo el cuerpo. Además los mandó a dormir sin cenar.
—Eso me dio mucho coraje. Le reclamé el por qué no me dio a mí la queja y me dijo: “Ya estoy fastidiado de estos escuincles latosos. Lárgate con ellos. Me conseguiré otra mujer y nos separaremos”.
Trasladada le aseguró a la policía que su marido tenía otra mujer, con la que se gastaba el dinero que, con sacrificios, ganaba ella en la venta de tamales, de los que vendía poco más de 200 diariamente. Relató que entre sus clientes había un hombre llamado Agustín, que se comportaba muy cortésmente. Dijo “La Tamalera” que en tres ocasiones, el hombre le ofreció matrimonio, pero que ella lo rechazó.
—Cuando los inspectores o los policías se acercaban para pedirme su "mordida", él me defendía y les pagaba uno o dos pesos. Se portaba bondadoso conmigo. Tal vez con él me hubiera ido mejor.
A su llegada al reclusorio, Trinidad fue mirada con recelo por sus compañeras. Aun a las más desalmadas les parecía anormal el hecho de asesinar a un individuo, quitarle las piernas aún vivo, cortarle la cabeza, arrojar el cuerpo a un terreno baldío después de mantenerlo escondido más de 24 horas, usar su carne para rellenar sus tamales y venderlos en la vía pública como si nada hubiera pasado. Las autoridades de la prisión supusieron que Trinidad debía estar trastornada de sus facultades mentales. Su penetrante introversión y su dureza al hablar denotaban ciertas perturbaciones, por lo que fue recluida con las internas consideradas como dementes.
Por instrucciones del procurador García Ramírez, los hijos de Trinidad fueron enviados a una casa de protección, para arreglar con posterioridad la conveniencia de que pudieran ser albergados en la guardería que funcionaba como anexo en la citada prisión. En un oscuro calabozo, insalubre y falto de aire, quedó Trinidad. Los peritos médicos que la examinaron habían determinado que estaba sana mentalmente y que el crimen lo había cometido en un instante de "coraje maternal".
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